Capitulo 1
“Informar no es comunicar”
La abundancia de informaciones es perjudicial.
Al mundializarse la información, el más menudo de los acontecimientos se torna visible y, en apariencia, más comprensible. Ahora bien, esto no significa que exista un vínculo directo entre el incremento del número de informaciones y la comprensión del mundo. Tal es el nuevo escenario del siglo que se inicia: la información no crea comunicación.
Durante mucho tiempo las informaciones fueron tan escasas y las técnicas tan ajustadas, que todo progreso posibilitador de más informaciones generaba – con bastante lógica – una mejor comprensión del mundo y, a fortiori, una mejor comunicación. En un siglo, el progreso de las técnicas fue de tal magnitud, desde el teléfono hasta la radio, desde la televisión hasta el ordenador, llegando hoy a Internet, que hemos terminado por homologar progreso técnico con progreso de la comunicación y ello hasta el punto de bautizar este nuevo espacio mundial de la información como “aldea global”. Pero la comunicación mundial sigue siendo una quimera. Lenta y firmemente se profundiza la distancia entre técnicas cada vez más eficientes y comunicación humana y social por fuerza más aleatoria. Después de diez años prodigiosos en lo que respecta a Internet, el resultado es ingrato: se desengañan ahora quienes creían que en la terminal de las redes hombres y sociedades se comunicarían mejor. El entusiasmo de los mercados dio paso a un severo crac económico.
La mundialización de las informaciones no es más que el reflejo de Occidente, vinculado a un determinado modelo político y cultural. No hay equivalencia entre el Norte y el Sur: la diversidad de las culturas modifica radicalmente las condiciones de recepción. Si las técnicas son las mismas, los hombres, de un extremo al otro del planeta, no se interesan por las mismas cosas… ni hacen el mismo uso de las informaciones. La abundancia de estas últimas no simplifica nada y lo complica todo.
En realidad, esta mundialización de las comunicaciones ha conocido tres etapas. La primera se relaciona con la conquista del territorio entre los siglos XVI y XVIII; la segunda, entre el XVIII y el XX, correspondió a la explotación física del mundo según un criterio que presuponía su carácter infinito. La tercera etapa – que vivimos ahora – nos pone frente al hecho de que el mundo es finito, frágil, y de que los problemas de convivencia entre pueblos y culturas se han vuelto predominantes.
Para comprender la importancia de la dimensión cultural en la comunicación es preciso volver a las propias características de esta última. Ella implica tres dimensiones: la técnica, la política y las condiciones socioculturales. Mientras que las dos primeras evolucionan con rapidez y finalmente de modo paralelo, la tercera es la más compleja de más lenta instalación. Los individuos cambian de herramientas más rápidamente de lo que cambian sus maneras de comunicarse. Para que se produzca una revolución den la comunicación, es preciso que haya una ruptura en los tres niveles. Esta ruptura existe hoy en los niveles técnico y económico, pero falta aún la tercera dimensión, que es también la más importante. Las técnicas y las redes no bastan para profundizar la intercomprensión: sucede incluso lo inverso.
En otros términos, el fin de las distancias físicas revela la importancia de las distancias culturales. Es curioso, pero esta tercera fase de la mundialización, que se suponía iba a hacernos el mundo más familiar, es la que, por el contrario, nos hace tomar conciencia de nuestras diferencias. ¿A qué se debe esta discontinuidad? Al hecho de que los receptores no se encuentran en el mismo espacio-tiempo que los emisores y de que, en particular, como estos emisores difunden mayoritariamente desde el Norte, los receptores rechazan una información forjada en un molde occidental - para no decir estadounidense – y que es vivida como un imperialismo cultural. Basta observar las reacciones de la prensa en países del Sur ( y no solamente musulmanes) después del 11 de septiembre de 2001. He aquí la gran revolución de este comienzo de siglo en materia de comunicacional: la toma de conciencia de una discontinuidad radical entre el emisor y el receptor. Consecuencia de ello es la primacía de los factores socioculturales: el mismo mensaje dirigido a todo el mundo jamás será recibido de las misma manera por unos y otros.
Este es el punto de partida del siglo XXI: la ruptura entre la información y comunicación, la dificultad para pasar de la una a la otra. Sabíamos que las culturas eran diferentes, pero pensábamos que la misma información podía ser más o menos aceptada por todos. Advertimos lo opuesto: entre información y comunicación se abre un abismo. Esta verdad empírica había sido descubierta, muchas veces con dolor, a escala de los Estados nacionales; se la encuentra más claramente a escala del mundo. Lo que se desmorona es un determinado modelo universalista – en realidad, occidental – de la información y del vínculo entre información y comunicación.
Porque ese vínculo ya no responde a la misma necesidad; desde la caída del comunismo, que estimuló cierta libertad de prensa en todo el orbe, y desde que ingresó en una era donde la abundancia de información está económicamente justificada, el lazo directo entre la información y su aceptación por los destinatarios se ha debilitado. La comunicación, en cambio, pone el énfasis en la relación y cuestiona, por tanto, las condiciones de la recepción. De ahí que vaya ganándole a la información en complejidad, como lo observó en su momento la escuela de Palo Alto en el plano interpersonal.
“Informar no es comunicar”
La abundancia de informaciones es perjudicial.
Al mundializarse la información, el más menudo de los acontecimientos se torna visible y, en apariencia, más comprensible. Ahora bien, esto no significa que exista un vínculo directo entre el incremento del número de informaciones y la comprensión del mundo. Tal es el nuevo escenario del siglo que se inicia: la información no crea comunicación.
Durante mucho tiempo las informaciones fueron tan escasas y las técnicas tan ajustadas, que todo progreso posibilitador de más informaciones generaba – con bastante lógica – una mejor comprensión del mundo y, a fortiori, una mejor comunicación. En un siglo, el progreso de las técnicas fue de tal magnitud, desde el teléfono hasta la radio, desde la televisión hasta el ordenador, llegando hoy a Internet, que hemos terminado por homologar progreso técnico con progreso de la comunicación y ello hasta el punto de bautizar este nuevo espacio mundial de la información como “aldea global”. Pero la comunicación mundial sigue siendo una quimera. Lenta y firmemente se profundiza la distancia entre técnicas cada vez más eficientes y comunicación humana y social por fuerza más aleatoria. Después de diez años prodigiosos en lo que respecta a Internet, el resultado es ingrato: se desengañan ahora quienes creían que en la terminal de las redes hombres y sociedades se comunicarían mejor. El entusiasmo de los mercados dio paso a un severo crac económico.
La mundialización de las informaciones no es más que el reflejo de Occidente, vinculado a un determinado modelo político y cultural. No hay equivalencia entre el Norte y el Sur: la diversidad de las culturas modifica radicalmente las condiciones de recepción. Si las técnicas son las mismas, los hombres, de un extremo al otro del planeta, no se interesan por las mismas cosas… ni hacen el mismo uso de las informaciones. La abundancia de estas últimas no simplifica nada y lo complica todo.
En realidad, esta mundialización de las comunicaciones ha conocido tres etapas. La primera se relaciona con la conquista del territorio entre los siglos XVI y XVIII; la segunda, entre el XVIII y el XX, correspondió a la explotación física del mundo según un criterio que presuponía su carácter infinito. La tercera etapa – que vivimos ahora – nos pone frente al hecho de que el mundo es finito, frágil, y de que los problemas de convivencia entre pueblos y culturas se han vuelto predominantes.
Para comprender la importancia de la dimensión cultural en la comunicación es preciso volver a las propias características de esta última. Ella implica tres dimensiones: la técnica, la política y las condiciones socioculturales. Mientras que las dos primeras evolucionan con rapidez y finalmente de modo paralelo, la tercera es la más compleja de más lenta instalación. Los individuos cambian de herramientas más rápidamente de lo que cambian sus maneras de comunicarse. Para que se produzca una revolución den la comunicación, es preciso que haya una ruptura en los tres niveles. Esta ruptura existe hoy en los niveles técnico y económico, pero falta aún la tercera dimensión, que es también la más importante. Las técnicas y las redes no bastan para profundizar la intercomprensión: sucede incluso lo inverso.
En otros términos, el fin de las distancias físicas revela la importancia de las distancias culturales. Es curioso, pero esta tercera fase de la mundialización, que se suponía iba a hacernos el mundo más familiar, es la que, por el contrario, nos hace tomar conciencia de nuestras diferencias. ¿A qué se debe esta discontinuidad? Al hecho de que los receptores no se encuentran en el mismo espacio-tiempo que los emisores y de que, en particular, como estos emisores difunden mayoritariamente desde el Norte, los receptores rechazan una información forjada en un molde occidental - para no decir estadounidense – y que es vivida como un imperialismo cultural. Basta observar las reacciones de la prensa en países del Sur ( y no solamente musulmanes) después del 11 de septiembre de 2001. He aquí la gran revolución de este comienzo de siglo en materia de comunicacional: la toma de conciencia de una discontinuidad radical entre el emisor y el receptor. Consecuencia de ello es la primacía de los factores socioculturales: el mismo mensaje dirigido a todo el mundo jamás será recibido de las misma manera por unos y otros.
Este es el punto de partida del siglo XXI: la ruptura entre la información y comunicación, la dificultad para pasar de la una a la otra. Sabíamos que las culturas eran diferentes, pero pensábamos que la misma información podía ser más o menos aceptada por todos. Advertimos lo opuesto: entre información y comunicación se abre un abismo. Esta verdad empírica había sido descubierta, muchas veces con dolor, a escala de los Estados nacionales; se la encuentra más claramente a escala del mundo. Lo que se desmorona es un determinado modelo universalista – en realidad, occidental – de la información y del vínculo entre información y comunicación.
Porque ese vínculo ya no responde a la misma necesidad; desde la caída del comunismo, que estimuló cierta libertad de prensa en todo el orbe, y desde que ingresó en una era donde la abundancia de información está económicamente justificada, el lazo directo entre la información y su aceptación por los destinatarios se ha debilitado. La comunicación, en cambio, pone el énfasis en la relación y cuestiona, por tanto, las condiciones de la recepción. De ahí que vaya ganándole a la información en complejidad, como lo observó en su momento la escuela de Palo Alto en el plano interpersonal.