Prólogo al colapso.
Se calcula que una persona nacida en 1935 habrá trabajado alrededor de 95.000 horas en el curso de su existencia. En 1972 se presentaba, en cambio, una vida laborable de 40.000 horas, pero para los contratados en el año 2000 se deben calcular alrededor de 100.000 horas de trabajo, invirtiendo una tendencia secular que había reducido constantemente el tiempo de trabajo.
A partir de los años 80 estamos obligados a trabajar cada vez más para compensar la merma continua del poder adquisitivo de los salarios, para enfrentar la privatización de un número creciente de servicios sociales y para poder comprar todos aquellos objetos que el conformismo publicitario impone a una sociedad en la que las seguridades psicológicas colectivas han disminuido.
Aunque algunos teóricos como André Gorz o Jeremy Rifkin habían previsto una reducción del tiempo de trabajo social y una expansión del tiempo libre, lo que sucedió en los años 90 es exactamente lo contrario: desde aquella década la jornada laboral se volvió prácticamente ilimitada. Una intensa campaña ideológica y una presión psicológica competitiva obligaron al trabajo cognitivo a identificarse con la función de empresa. La distinción entre tiempo de trabajo y tiempo de ocio ha sido progresivamente cancelada. El teléfono celular tomó el lugar de la cadena de montaje en la organización del trabajo cognitivo: el info-trabajador deber ser ubicado ininterrumpidamente y su condición es constantemente precaria.
La retórica política de las últimas décadas insiste en la libertad individual, pero el tiempo laborable celularizado de las personas es sometido a condiciones de tipo esclavista. La libertad formal es perfectamente respetada, pero la libertad es cancelada en el ejercicio concreto del tiempo de la vida. La libertad es puramente virtual, formal, jurídica. En realidad, nadie más puede ya disponer libremente de su propio tiempo. El tiempo no pertenece a los seres humanos concretos ( y formalmente libres), sino al ciclo integrado del trabajo. Sólo los drop out (desertores escolares), los vagabundos, los fracasados, los ociosos desocupados pueden disponer libremente de su tiempo.
El esclavismo contemporáneo no es sancionado formalmente por la ley, sino que es incorporado rigurosamente en los automatismos tecnológicos, psíquicos, comunicativos. En las áreas periféricas del mundo – donde las corporaciones globales han localizado los trabajos manuales – el esclavismo es fácilmente reconocible: terribles condiciones de trabajo, horarios de diez o doce horas seis días a la semana, pagas inferiores al mínimo indispensable para una vida decente, explotación salvaje del trabajo infantil. En el corazón de la metrópolis global el esclavismo tiene características originales: pálidos e hiperactivos trabajadores cognitivos zigzaguean en el tráfico ciudadano, inhalando veneno y balbuceando por el celular. Son forzados, además, a ritmos sobre los que ya no tienen control alguno. Es la carrera del ratón: es preciso ir cada vez más rápido para pagar los costos de una vida que ya nadie vive.
El endeudamiento al que los estudiantes están obligados a someterse desde el inicio de sus estudios superiores constituye el primer eslabón de la cadena del esclavismo posmoderno. Como muestra Anya Kamenetz en su libro Generation Debt, para pagarse los estudios quienes se inscriben en el collage son llevados a contraer deudas con los bancos, y estas deudas los perseguirán toda la vida, forzándolos a aceptar cualquier chantaje laboral.
A lo largo de todos los años 90 este juego se pudo sostener. En aquel periodo funcionaba un verdadero sistema de capitalismo de masas, fundado sobre la participación de los trabajadores en el mercado financiero, y sobre la ilusión de enriquecerse rápidamente dedicando todas las energías al trabajo. Los trabajadores cognitivos eran invitados a invertir, no sólo sus energías, sino también su dinero, en las empresas en rápido ascenso en los mercados financieros. Esto era viable gracias a la posibilidad de altas ganancias vinculadas al incremento de la productividad y gracias al continuo aumento del valor de las acciones de la Bolsa. Una machacante ideología publicitaria identificaba al éxito con el hiper-trabajo y estimulaba la movilización de todas las energías cognitivas. Las mismas energías libidinales se transferían a la esfera productiva. En aquellos años se vivía con el terror del sida, y el cuerpo ajeno mandaba vibraciones un poco eléctricas. Mejor no acercarse, mejor no dejarse llevar por la ternura, mejor invertir hasta el último gramo de vitalidad en la carrera frenética de la productividad.
Los psicofármacos euforizantes se volvieron parte de la vida cotidiana. A mitad de los años 90, el Prozac aparecía como una suerte de medicina milagrosa que transformaba a los hombres y a las mujeres en máquinas felices de ser siempre eficientes, siempre optimistas, siempre productivos. Un consumo espantoso de euforizantes acompaño el desarrollo de new economy (nueva economía). Era el soporte indispensable para aguantar la movilización psíquica constante del frenesí competitivo.
Era totalmente previsible el colapso.
Y el colapso llegó.
A inicios de los 90 se produce el fin del Imperio del Mal. El Imperio del Mal había nacido del fuego de las guerras del siglo XX, y se había fortalecido con la industrialización forzada del mundo. Se había apoderado abusivamente de la palabra “comunismo” sustrayéndola a las esperanzas de los proletarios, había sido forjado con el mismo metal y con la misma sangre con que se había forjado su antagonista occidental, la presunta Democracia Capitalista.
Durante el siglo XX el Imperio del Mal había perpetuado las órdenes feudales absolutistas y militares que dominaron por siglos la Rusia de los zares y por milenios el imperio celeste Chino. De aquellos imperios premodernos habían mantenido la forma autoritaria del estado y la forma estática del sistema productivo. El comunismo soviético usó la violencia tradicional de la autocracia zarista para imponer la industrialización forzada a los campesinos y a los proletarios urbanizados. Desde el fin de la segunda guerra mundial, y durante cincuenta años, la democracia capitalista pudo convivir con las autocracias del socialismo autoritario de manera perfectamente integrada y estable.
Occidente había emprendido el camino de una economía dinámica, de una fuerte movilidad social y de un aumento de la productividad. El bloque socialista acumulaba potencia gracias al trabajo esclavo de millones de hombres. Esta división del mundo entró en crisis cuando, después de 1968, emerge un nuevo proletariado intelectual. Luego de aquel año el Imperio estático del socialismo autoritario y el Imperio dinámico de la democracia capitalista sufrieron una ofensiva ininterrumpida por parte de la clase obrera industrial y por parte de la inteligencia técnico-científica.
Reducción del tiempo de la vida destinado al trabajo, liberación de la vida del trabajo asalariado era el objetivo común a las luchas de los obreros occidentales y orientales.
En los años 80 los incrementos de productividad se aceleran en el mundo occidental gracias a la introducción de nuevas tecnologías altamente flexibles y moleculares. Al mismo tiempo, la difusión de los medios electrónicos tiende a derribar todas las fronteras políticas. La cortina de hierro entre el Imperio dinámico y el Imperio estático funciona cada vez menos. La nueva clase productiva que se va formando, el cognitariado, no es geográficamente delimitable ni políticamente controlable. Es una clase cosmopolita, curiosa, socialmente y geográficamente móvil, rebelde a toda limitación de la libertad.
Escuchábamos con frecuencia el cuento del presidente Reagan que lanza la ofensiva simulada de Star Wars, y somete al Imperio del Mal a una presión militar y económica insostenible hasta provocar su derrumbe. Pero ésta es sólo una parte de la historia, y no la más interesante. El socialismo autoritario de los países del Este se desplomó porque la nueva clase social global, el cognitariado, erosionó el dominio y difundió en todas partes expectativas de consumo, estilos de vida y modelos culturales incompatibles con la forma estática del sistema socialista. En ese sentido, 1989 es una prosecución de 1968.
Después de noviembre de 1989, durante algunos meses, o algunos días, parecía que podía esperarse que finalmente el mundo fuera entrando en un período de paz: reducción de la agresividad, pleno despliegue de las potencias liberadas de la inteligencia colectiva. El gobierno mundial podía delinearse en el horizonte bajo la forma de una concatenación productiva y política de los innumerables fragmentos del trabajo inteligente. Se entreveía, más allá del derrumbe de los estados nacionales y las identidades, el paradigma de la Red. Dicho paradigma era capaz de sintetizar dinámica productiva y principio igualitario y colaborativo.
Se trató de una ilusión, de un breve respiro. Disuelto el muro congelado de la Guerra Fría, las seculares obsesiones identitarias recobraron fuerza y vitalidad. Se había desplomado el Imperio del Mal, pero aparecía sobre el planeta el Imperio de lo Peor.
Durante la última década del siglo, dos mundos extraños e incomunicados entre sí se han desarrollado en el planeta Tierra: guerra civil en el planeta físico e hiper-trabajo cognitivo en el planeta virtual. La clase virtual ha construido un retículo de relaciones productivas en el ubicuo espacio inmaterial de la Red. Al mismo tiempo, en el planeta físico se han multiplicado los puntos de fractura, de contraposición identitaria. Los dos mundos se miraban con creciente sospecha, y la clase virtual globalizada multiplicaba y perfeccionaba las barreras de seguridad que separaban su cableado mundo de posibles agresiones de las masas marginalizadas.
Es sobre estas líneas que ha madurado el colapso.
La sobrecarga de trabajo, la movilización ininterrumpida de las energías mentales y psíquicas de los trabajadores cognitivos crearon las premisas del colapso anunciado en el Apocalipsis fallido del millenium bug y luego hecho efectivo con el derrumbe financiero de abril de 2000.
La separación artificial entre clase virtual y focos de agresividad identitaria creó las premisas del colapso de seguridad que explotó el 11 de septiembre de 2001.
Llegado este punto, el poder global desentierra y vuelve a proponer la retórica de la lucha entre el Imperio del Bien y el Imperio del Mal, para desencadenar una guerra que le permita evitar rendir cuentas ante el fracaso económico y social de las políticas liberales del capitalismo global. Una vastísima parte de la opinión pública mundial se opone entonces a la guerra con inmensas manifestaciones.
Pero la potencia militar de la mayor potencia mundial impone su voluntad: la guerra, la violencia desplegada, el terror que produce terror, la humillación que produce resentimiento, venganza, más violencia.