viernes, 31 de agosto de 2007

Continuación....."La Otra Mundialización", escrito por Dominique Wolton.



Pluralismo y universalismo.

La mundialización de las técnicas comunicacionales fue primeramente un factor de apertura al mundo. Nunca se señalará lo suficiente la importancia de la radio y la televisión como ventanas abiertas al mundo. Más de 4.500 millones de aparatos de radio y 3.500 millones de aparatos de televisión, sin contar 1.000 millones de teléfonos celulares y aproximadamente otros tantos internautas, se traducen por fuerza en más apertura. Esta es además la razón por la cual los regímenes autoritarios desconfían de las técnicas de comunicación: basta observar los recelos de China a internet. Porque no se puede controlar ni los mensajes que circulan ni sus influencias. Si se enfatizan, con razón, los límites del modelo occidental en materia de información política, también es preciso admitir que durante más de 50 años este modelo desempeño claramente un papel fundamental de apertura a la democracia.

La apuesta fundamental no sería tan fuerte de no haber existido, desde hace un siglo, esa batalla por la libertad de información y comunicación. Dicho de otra manera, el éxito de las técnicas comunicacionales en el plano mundial aceleró la concienciación de los límites de la cultura mundial y la necesidad de preservar los vínculos entre las culturas y las industrias nacionales. Una cosa es que Occidente ya no pueda imponer al mundo, a marcha forzada, su modelo de sociedad, y otra muy distinta el que como consecuencia de ello se deba desestimar su concepción de la libertad individual y de la democracia. No tiene sentido caer en una visión sistemáticamente crítica de Occidente. No hay que ser ingenuos o idealistas en cuanto al carácter presuntamente más libre o democrático de otras sociedades u otras culturas. El respeto de pluralismo cultural no impedirá defender el modelo democrático occidental. Basta mirar un mapa, informarse, viajar, para comprender los límites del modelo cultural occidental, la obligación de atender lo más rápido posible a la diversidad cultural, pero también el escasísimo número de países democráticos que existen en el planeta y el profundo movimiento de emancipación generado por la filosofía política de Occidente.

Por otra parte, todos los principios jurídicos y políticos que permitieron pensar y organizar el concepto de comunidad internacional, dar vida a este concepto pese al conflicto Este-Oeste de ayer y a las desigualdades Norte-Sur de hoy, encuentran su fuente en el pensamiento occidental. Así pues, abandonar el occidentalismo no debe hacer olvidar que el universalismo tiene en él sus raíces. Si occidente consigue pensar cierto relativismo cultural, contribuirá también a reafirmar las raíces occidentales del universalismo. A esta empresa se abocó la UNESCO con su declaración universal sobre la diversidad cultural de noviembre de 2001. Esta declaración propone una definición muy amplia de la cultura: “La cultura debe ser considerada como el conjunto de rasgos distintivos, espirituales y materiales, intelectuales y afectivos que caracterizan a una sociedad o grupo social; (…) ella engloba, además de las artes y las letras, los modos de vida, las formas de convivencia, los sistemas de valores, las tradiciones y creencias”. Esta definición encontró resonancias en la conferencia de Johannesburgo de septiembre de 2002, donde la diversidad cultural fue presentada como la garantía del desarrollo perdurable.

Se trata, con toda claridad, de una nueva definición de la cultura, más amplia que la vinculada al patrimonio y que en cierto modo concierne a la “cultura culta”. Hoy en día, la cultura engloba todos los elementos del entorno tradicional o contemporáneo que hacen posible situarse en el mundo, comprenderlo parcialmente, vivir en él y no sentirse amenazado o excluido. Todo puede volverse cultural para construir una visión más estable de ese mundo. Y al mismo tiempo no hay cultura sin relación, apertura y a veces comunicación. La cultura se convierte, pues, en un fenómeno mucho más complejo y dinámico. Frente a la desestabilización provocada por el aumento de los intercambios, ella se mantiene como un factor de estabilidad.
La cultura siempre ha tenido estas dos dimensiones: identidad ligada al patrimonio para conservar sus raíces, apertura ligada a la historia para pensar el mundo contemporáneo. Sólo que, en un siglo, la proporción entre estas dos dimensiones ha cambiado. Hoy, la de apertura es de tal magnitud, ha alcanzado una escala tan considerable y de tan grande valoración – visible en la ideología de la modernidad -, dimensión de apertura centrada en el presente e indiferente al pasado, que es de esperar el retorno de una problemática identitaria cuyo sentido no será, a todas luces, el que tenía hace un siglo.

Es primordial para nosotros efectuar una reflexión de conjunto sobre el estatuto de la cultura. Y no es una paradoja menor el que deba acreditársela al profundo movimiento de mundialización de las comunicaciones. Por otra parte, podemos indicar tres etapas en el proceso de apertura de la comunicación y la cultura. La mundialización de las técnicas fue al principio un formidable agente de apertura, desde el teléfono hasta la radio, la televisión, el ordenador. En la segunda etapa, donde hoy nos encontramos, las diferencias culturales deben ser objeto de una atención particular. La tercera etapa corresponde a la toma de conciencia de los límites que es preciso imponer a dicha mundialización. Las reacciones en contra son suscitadas por una visión demasiado occidental, en especial estadounidense.

martes, 28 de agosto de 2007

Continuación....."La Otra Mundialización", escrito por Dominique Wolton.



Funcional y normativo

El proceso de racionalización y hasta de dominación cultural impuesto por Occidente, ¿es ineluctablemente fuente de contradicciones? ¿Es fatal el conflicto entre las dos dimensiones contradictorias de la modernidad, movilidad y velocidad por un lado y necesidad de identidad y cultura por el otro? No, y ello por una simple razón. Si la cultura y la comunicación hacen el meollo de las industrias mundiales, con el creciente riesgo de contradicciones son también valores de base del humanismo occidental. Justamente esta dimensión de los valores permite oponerse a la exclusiva lógica de instrumentalización de la cultura y la comunicación. Es como la democracia: siendo imperfecta, se la desvirtúa cotidianamente, pero los valores en nombre de los cuales se la construye permiten sacar a la luz sus desviaciones. Dicho de otra manera, aun si las industrias culturales y de la comunicación perciben tan sólo un mercado potencial de 6.000 millones de individuos, el ideal de emancipación subyacente en el seno de la cultura y la comunicación proporcionará, en el futuro, las armas para luchar contra la reducción de una y otra a una simple lógica industrial. Y, en consecuencia, por un mayor respeto de las diferencias culturales.

El término fundamental es margen de maniobra. La cultura y la comunicación pueden estar tanto del lado de los valores como de los intereses, de la racionalización como de la emancipación, de la lucha política como de la economía de mercado. Por otra parte, si estuvieron muchas veces del lado de los poderes militar y político – de lo cual la historia nos ofrece múltiples ejemplos – o del poder económico – tal como se observa hoy con la mundialización - , también han sido lugares de resistencia. Para dar cuenta de esta ambivalencia, yo sostengo que existen dos dimensiones en la información, la comunicación y la cultura.
La dimensión funcional remite simplemente al hecho de que, en la sociedad, todo se intercambia. La interdependencia es creciente, pero la transmisión, la difusión y el intercambio pueden ser actividades carentes de ideal. Es funcional lo que presta un servicio. A la inversa, la dimensión normativa remite a un ideal, ideal de reparto, comprensión intercambio con el otro en el sentido de comunión, que hacen también al meollo de la actividad humana y social. En la información, la comunicación y la cultura existe siempre esta dualidad por la que ambas dimensiones – y en esto reside su excepcional interés – se han conjugado. El ideal nunca está lejos de la necesidad. De ahí que exista un margen de maniobra.

He señalado ya esto en mis trabajos precedentes. Asimismo, cuando hablo de “sociedad individualista de masa” intento dar cuenta de la existencia de dos valores contradictorios tan importantes el uno como el otro, y que coexisten: el de la libertad individual y el de la igualdad. Cada uno de nosotros quiere a la vez la libertad y la igualdad. Si la información y comunicación pueden estar del lado de la normatividad y de la emancipación, pueden también detenerse en la sola dimensión funcional y generar desigualdad, dominación. El interés de la modernidad como concepto central de nuestras sociedades está en que admite las aspiraciones opuestas de los individuos y en que procura tolerarlas. Somos a la vez individualistas e igualitaristas; miembros de comunidades pero asignados a una sociedad, ciudadanos europeos y enlazados finalmente a una identidad nacional. Perseguimos otras relaciones individuales y defendemos la pareja y la familia; estamos abiertos a las culturas del mundo y somos fieles a las raíces culturales regionales o nacionales, amenazadas por la mundialización. Dicho en otras palabras, las sociedades occidentales tienen dificultad para elegir entre la fascinación por la apertura, la velocidad, la cultura de los otros, el fin de las coacciones, una especie de anarquía individual, y por otra parte un profundo apego a las tradiciones históricas e institucionales. Nuestra identidad cultural y nuestra aspiraciones de comunicación son plurales y contradictorias.
Reaparece aquí la complejidad de la cultura y la comunicación. Ambas son vectores de emancipación, matriz de industrias florecientes y al mismo tiempo vías para un retorno identitario. Esto explica la batalla por la diversidad cultural emprendida desde que se estableció el Acuerdo multilateral de inversión (AMI) de que es hoy heredero el movimiento antimundialista, o las tensiones en el interior de la Organización Mundial de Comercio. Si comunicación y cultura no fueran siempre portadoras de esta doble dimensión, no habría enfrentamiento. También por este motivo no habrá Big Brother, no habrá poder totalitario ejercido desde las redes. Las industrias culturales pueden imponer modas, pero no controlan culturas. Las colectividades y los pueblos son capaces de resistírseles, aun si esto no es inmediatamente visible.

Yo creo, desde luego, junto con los marxistas, que las industrias culturales se pondrán, a la larga, más del lado de la dominación que de la emancipación pero, a la inversa, no me parece que los pueblos e individuos estén alienados por su causa. Se encuentra sojuzgados, sin duda, pero existe efectivamente un margen de maniobra. ¿Cómo hacerlo valer? Recordando siempre la dimensión normativa de la cultura y de la comunicación, que permite impugnar su dimensión funcional, desenmascarar las ideologías técnicas, criticar a los mercaderes del templo, emprender el combate por los derechos de autor, insistir en el desafío de la regulación internacional de Internet, subrayar el papel básico de lazo social desempeñado por los medios de comunicación, justipreciar el servicio público que prestan, enfatizar las identidades culturales nacionales frente a la cultura mundial…

Sospechamos que estas acciones darán lugar a muchos enfrentamientos. Las industrias culturales, en su expansión, apelarán a la dimensión normativa de la cultura y la comunicación para ampliar mejor sus mercados. Pero esta misma ambigüedad les impedirá reducir por completo los valores respectivos a simples instrumentos. Será siempre posible apoyarse en las referencias normativas para combatir las derivas comerciales.
A condición, evidentemente, de desarrollar lo antes posible una lógica de conocimiento, es decir, una capacidad crítica frente a las promesas de la industrias culturales mundiales que pueda poner de resalto la diferencia entre los valores de emancipación, libertad y creación, inherentes al ideal de la comunicación, y la realidad de los hechos. En un sentido, la ambivalencia de la cultura y la comunicación es el aliado más valioso para la reflexión crítica sobre los desafíos de la mundialización.

Esto es lo que se comprendió con la reciente crisis del Nasdaq. Al reventar, la burbuja especulativa hizo más evidente el exceso de promesas de la cibersociedad. Si, conjuntamente con la crisis económica, no hubiese habido conciencia del carácter específico de este sector, no se habría asistido a un vuelco tan rápido de la opinión ante lo que se ensalzaba todavía ayer, a saber: las “promesas” mundiales de las técnicas de comunicación.