jueves, 7 de febrero de 2008

Extra-viar a Foucault.




Juan Pablo Arancibia.

Extraviar a Foucault.

I. Del extravío.

“La conciencia es la que otorga al ejercicio de
todo acto de vida su color de sangre, su matiz
cruel, pues se sobre entiende que la vida es
siempre la muerte de alguien”.
Antonin Artaud.

Pareciera ser que existen ciertos protocolos de lectura que van instituyendo y colonizando una obra, un pensamiento. Sobre aquellos, luego se producen dislocaciones y desdoblamientos que objetan o impugnan sus condiciones, sus gramáticas, y emergen así otros litigios interpretativos, que producen nuevas aperturas, pero también nuevas re-inscripciones. Se abre ahí un juego interminable de disputas, claves e inflexiones que recaen, una y otra vez, sobre un cuerpo de enunciados posibles. La interpretación se despliega como un incesante juego de fuerzas, un batallar, un forcejeo irreductible e inconmensurable. Cada discurso se constituye e inscribe en un plexo infinito de articulaciones e imbricaciones que tornan posible – en principio – toda lectura y apropiación. No ha de extrañar entonces que, Michel Foucault, como vocablo, devenga lugar, devenga firma, se conviertan en nombre e institución, se configure y desfigure subrepticiamente en esa expansiva y estallada superficie textual. Así, el vocativo Foucault irrumpe también como aquella “caja de herramientas” múltiple y evanescente, cuyos usos y apropiaciones se dibujan desde condiciones de legitimidad específicas, accidentadas, configurantes, pero también disolventes.
De ello parece estar resuelto Foucault al prologar la segunda reedición de la Historia de la Locura en 1972.

“Se produce un libro: acontecimiento minúsculo, pequeño objeto manuable. Desde entonces, es arrastrado a un incesante juego de repeticiones; sus “dobles”, a su alrededor y muy lejos de él, se ponen a pulular; cada lectura le da, por un instante, un cuerpo impalpable y único; circulan fragmentos de él mismo que se hacen pasar por él, que, según se cree, lo contienen casi por entero y en los cuales finalmente, le ocurre que encuentra refugio; los comentarios lo desdoblan, otros discursos donde finalmente debe aparecer él mismo, confesar lo que se había negado a decir, librarse de lo que ostentosamente simulaba ser”[1].

Abundancia de narraciones destacan la relación de Foucault con la locura, con la crítica de las instituciones, con el examen del discurso. Se ha situado a Foucault como el “gran pensador del poder”, de los mecanismos de represión, de las instituciones de captura, del replanteo de la historia, de la epistemología o la filosofía de la ciencia, etc. Sin embargo, todas esas vetas que parecieran cristalizar o monumentalizar el pensar foucaultiano, se entrecruzan en vértices múltiples dislocando su propio centro de fijación. Estas insistencias de lectura – muchas de las cuales hemos importado y explotado -, se regeneran sincréticamente, produciendo nuevas mutaciones y alteraciones.
En sociedades extraordinariamente represivas como las nuestras, desde luego el “dispositivo Foucault” comporta utilidad[2]. Foucault deviene “nombre-guerra”, un signo que sirve para acusar castigos, advertir vigilancias, visibilizar capturas y detectar emboscadas. Este dispositivo no sólo produce un gran rendimiento para denunciar las manifestaciones más grotescas y “ruidosas” del poder, sino que – muy especialmente -, ejerce una mirada sigilosa, subrepticia y astuta; se da a la escucha de los silentes engranajes y maquínicas represivas, susurra una voz que nombra y desactiva los sutiles y naturalizados artilugios de la dominación. En nuestros países, donde la cárcel, el psiquiátrico, los hospitales, las escuelas, y las fábricas conservan un extraño “parecido de familia”, ciertamente, el “dispositivo Foucault” constituye una estrategia de conjuro y elucidación de la dominación. No porque proporcione la totalidad de las herramientas analíticas, no porque de él deriven todas las definiciones suficientes y necesarias, ni porque se traduzca fácilmente a un catálogo para la “liberación”, sino porque enseña otro modo de mirar.
De modo que el vocativo Foucault pareciera prefigurar un campo, deviene él mismo en formaciones discursivas, en regularidades, series, insistencias, repeticiones. “Foucault locura”, “Foucault cárcel”, “Foucault poder”, “Foucault represión”, “Foucault sexo”, transgresión, deseo y muerte.
Sin embargo, asimismo como la repetición instituye, también podríamos decir que la propia repetición destruye y reconstruye. En la repetición de lo mismo, emerge una extrañeza. De tanto ser repetida, la palabra trae algo nuevo, parece extraña. De tantas veces repetirla, la desvinculamos de su asignación, parece ya no ser la misma, en su misma sonoridad algo otro ha irrumpido. En su repetición aparece su dislocación, y lo que teníamos a la mano se reinscribe como una nueva irrupción desfigurada. Motivo que nos lleva a familiarizarla, volver a repetir y escuchar su sonoridad, una y otra vez, para volver a docilizarla, cercarla, apropiárnosla en su eterna e incesante repetición. Así, Foucault, adviene murmullo escandaloso, palabra incesante, impenetrable, viscosa, irritante, escurridiza, oculta, sigilosa, opaca, centelleante.
Sobre esta retícula infinita de nombramientos y conquistas, cabría desplegar un desdibujamiento más a los delineados contornos del pensamiento foucaultiano. Dicho gesto no se ampara en la cándida pretensión de arbitrar o administrar los procesos y fronteras del “correcto interpretar”. Antes bien, en el deseo y la posibilidad de trazar otras disquisiciones y aperturas, cuyos límites y horizontes resultan todavía inagotables. Trátase, entonces, de un extravío, un extraviar. Extra-viar lecturas, extraviar-se en la lectura. Un “mal interpretar” ciertos signos que conducen a otros motivos, otras cesuras y escansiones, trazar otros desperfiles, deslizar otras rutas y periplos por los sombríos dobleces foucaultianos. Extraviarnos para que, eventualmente, pudiéramos re-encontrarnos, dentro de la propia pérdida, una vez más, extraviados al interior de sus opacos laberintos. Así, habilitar otras claves de lectura que inviten a un autor distinto a la “repetición convencional”. Jugar con la repetición del vocablo Foucault y dejar advenir su extrañeza, un juego que deje venir a un Foucault más allá del “poder”, más allá de la “represión” “más allá de la crítica de las instituciones” y más allá de la teratología.
Como aproximación preliminar, sugerimos una serie de siete movimientos preliminares, breves anotaciones, destinadas a surcar grietas, explorar senderos, dentro de las múltiples texturas y accidentes, de esta extensa, móvil y escarpada topografía discursiva. Primero, la presente cuestión de un extravío interpretativo. La posibilidad de habilitar otros juegos de desciframientos, citas e innovaciones que sugieran una dislocación de las matrices y modelos de lectura acostumbrados. Segundo, un tensionamiento a la modelización mecánica que organiza y reduce el pensar de Foucault a un esquema de tres etapas. Tercero, la insistencia en el problema del lenguaje como punto ontológico radical para el pensar foucaultiano. Cuarto, destacar la crucial relevancia de la estética de la existencia como una estética-trágica, constitutiva de un gesto propiamente nietzscheano. Quinto, desplegar unas piezas y retazos literarios que narren la fatídica juntura entre lo bello y la muerte, para pensar la posibilidad de la vida como obra de arte. Sexto, una aproximación a categorías estético-románticas que imbricadas con nociones de la estética trágica, se reactivan para pensar el plexo entre lo bello y el horror. Séptimo, una contorsión hacia la estética de la existencia como posibilidad de pensar otro régimen de politicidad.


[1] Michel Foucault, Historia de la Locura en la época clásica, trad. Juan José Utrilla, Madrid, Fondo de Cultura Económica, 1997, p.7.
[2] Gilles Deleuze, “¿Qué es un dispositivo?”, Etiene Balibar y otros, Michle Foucault filósofo, trad. Alberto Bixio, Barcelona, Gedisa, 1999, p. 155.