El choque de culturas
¿Qué pone sobre el tapete la mundialización de las informaciones y de la comunicación? Sencillamente, el choque – más o menos violento – de las culturas y visiones de mundo. No por verlo todo, o casi todo, se comprende mejor. Nos percatamos, en cambio, de la diversidad de valores evaluamos con exactitud todo cuanto nos separa a unos y otros en los planos religioso, político y cultural. Así fue como, en la mañana del 11 de septiembre, Occidente despertó de su “gran sueño” y comprendió, no si estupor, que muchos países no comparten los valores de las cultura democrática pero, sobre todo, que cuanto más penetran estos países en el mercado mundial de la información, más afirman sus diferencias y hasta su hostilidad hacia Occidente. El mundo es finito, pero la diversidad de puntos de vista sobre él es infinita. Esta diversidad reaparece en la información, que acentúa los desajustes, profundiza las incomprensiones y rencores entre el Norte y el Sur, intensifica las frustraciones.
Todo el problema que aquí se plantea es el de las condiciones de pasaje de la información (el mensaje) a la comunicación (la relación). Entre ambas está la cultura, es decir, las diferencias de puntos de vista sobre el mundo. La cuestión central que plantea la mundialización informativa es la siguiente: ¿bajo qué condiciones pueden convivir las culturas?
Como se ve, el problema es ante todo político. Y tanto más explosivo cuanto que es exponencial: ¿Qué impacto produce un número creciente de informaciones sobre un número creciente de individuos? Nadie puede decirlo. Si la información no crea comunicación, de todos modos ejerce una influencia. Pero ¿cuál? ¿Cómo entender que el acceso de millones de individuos a millones de informaciones no terminará cambiando su visión del mundo? Lo comprobamos todos los días por nuestra cuenta: las informaciones que recibimos determinan una ampliación de nuestra visión del mundo, pero también generan choques entre lo que aprendemos y nuestras elecciones personales, e incluso cambios más profundos de los que no tenemos conciencia. Hay así, en la cabeza de millones de individuos, una negociación permanente entre la concepción del mundo que heredaron de su cultura y el modo en que las informaciones recibidas la modifican. Y está claro, además, que tales difusiones agudizan el sentido crítico. No es posible exponerse todo el tiempo al aumento de la información sin tener progresivamente una visión más crítica del mundo. Por ejemplo, el auge del sentimiento antinorteamericano parece ir vinculado al puesto dominante de Estados Unidos en materia de propagación de informaciones, con el siguiente círculo vicioso: cuantas más difunden los medios de comunicación occidentales, más alimentan ese sentimiento. Es una simpleza pensar que lo alimentan exclusivamente las dictaduras y otros fundamentalismos. Cuando las industrias culturales confunden mundialización de los mercados con aprobación de los consumidores, olvidan que consumir no es necesariamente sinónimo de adherir.
¿Qué pone sobre el tapete la mundialización de las informaciones y de la comunicación? Sencillamente, el choque – más o menos violento – de las culturas y visiones de mundo. No por verlo todo, o casi todo, se comprende mejor. Nos percatamos, en cambio, de la diversidad de valores evaluamos con exactitud todo cuanto nos separa a unos y otros en los planos religioso, político y cultural. Así fue como, en la mañana del 11 de septiembre, Occidente despertó de su “gran sueño” y comprendió, no si estupor, que muchos países no comparten los valores de las cultura democrática pero, sobre todo, que cuanto más penetran estos países en el mercado mundial de la información, más afirman sus diferencias y hasta su hostilidad hacia Occidente. El mundo es finito, pero la diversidad de puntos de vista sobre él es infinita. Esta diversidad reaparece en la información, que acentúa los desajustes, profundiza las incomprensiones y rencores entre el Norte y el Sur, intensifica las frustraciones.
Todo el problema que aquí se plantea es el de las condiciones de pasaje de la información (el mensaje) a la comunicación (la relación). Entre ambas está la cultura, es decir, las diferencias de puntos de vista sobre el mundo. La cuestión central que plantea la mundialización informativa es la siguiente: ¿bajo qué condiciones pueden convivir las culturas?
Como se ve, el problema es ante todo político. Y tanto más explosivo cuanto que es exponencial: ¿Qué impacto produce un número creciente de informaciones sobre un número creciente de individuos? Nadie puede decirlo. Si la información no crea comunicación, de todos modos ejerce una influencia. Pero ¿cuál? ¿Cómo entender que el acceso de millones de individuos a millones de informaciones no terminará cambiando su visión del mundo? Lo comprobamos todos los días por nuestra cuenta: las informaciones que recibimos determinan una ampliación de nuestra visión del mundo, pero también generan choques entre lo que aprendemos y nuestras elecciones personales, e incluso cambios más profundos de los que no tenemos conciencia. Hay así, en la cabeza de millones de individuos, una negociación permanente entre la concepción del mundo que heredaron de su cultura y el modo en que las informaciones recibidas la modifican. Y está claro, además, que tales difusiones agudizan el sentido crítico. No es posible exponerse todo el tiempo al aumento de la información sin tener progresivamente una visión más crítica del mundo. Por ejemplo, el auge del sentimiento antinorteamericano parece ir vinculado al puesto dominante de Estados Unidos en materia de propagación de informaciones, con el siguiente círculo vicioso: cuantas más difunden los medios de comunicación occidentales, más alimentan ese sentimiento. Es una simpleza pensar que lo alimentan exclusivamente las dictaduras y otros fundamentalismos. Cuando las industrias culturales confunden mundialización de los mercados con aprobación de los consumidores, olvidan que consumir no es necesariamente sinónimo de adherir.
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