viernes, 24 de agosto de 2007

Continuación....."La Otra Mundialización", escrito por Dominique Wolton.


Movilidad e identidad

Movilidad e identidad son las dos caras de la modernidad. En la hora presente, buscamos tanto afirmar nuestra identidad como conducir nuestra movilidad. Es el mismo fenómeno que plantea la comunicación. Más comunicación, más intercambio, más interacción hay, y por tanto más movilidad, y más necesaria es la identidad, de modo simultáneo. Lo que es valedero en el plano individual lo es también en el comunitario y en el social. Ahora bien: el modo de concebir las nociones de identidad y movilidad no es el mismo en todas partes.
Puesto que la problemática identitaria se instaló hace ya mucho tiempo en la cultura occidental, el incremento de la movilidad tuvo lugar en ella de un modo apreciablemente sencillo. Las cosas son muy diferentes en el Sur, que se disgrega identitariamente pues le cuesta resistirse a la modernidad del Norte y debe realizar sus propias mutaciones. Ahora bien, aun antes de que aparecieran las técnicas de comunicación, la modernidad ya había dañado seriamente los marcos tradicionales de estas sociedades, volviendo más crítica la cuestión identitaria.
Cuanto más circulan los individuos, cuanto más se abren al mundo participando en la modernidad y en una suerte de “cultura mundial”, más necesidad experimentan de defender su identidad cultural, lingüística y regional. Queremos a la vez la UMTS – tercera generación de teléfonos celulares que hará posible la interactividad, la interoperatividad, la movilidad – y conservar las raíces, el territorio, la identidad. Los individuos necesitan las dos cosas, es decir, comunicación y cultura, entendida esta en su sentido amplio de valores, tradiciones, símbolos, lengua… No hay nada peor que reducir lo moderno a la movilidad, olvidando ese fuerte requerimiento de identidad. En oposición a cierto discurso sobre la mundialización que considera el “cosmopolitismo”, el mestizaje y otras “mezclas” como pruebas de la “superación de las identidades”, por mi parte pienso que, para amortiguar el choque de la apertura al mundo, hacen falta raíces. Digamos sí a la mundialización, a todas las formas de apertura, con tal de que, simultáneamente, se refuercen las identidades.
Se comprende bien entonces por qué los países desarrollados no tienen la misma percepción de la mundialización que los otros: sencillamente, por que ella no amenaza su identidad. Si todo es relación, comunicación y movilidad, es porque además existe una identidad cultural. Que es el caso en el Norte mucho más que en el Sur. Encontramos aquí uno de los contrasentidos de la modernidad al que nos referiremos más adelante: confundir la necesidad de movilidad, de intercambios, de libertades, de interacciones, con la necesidad de identidad y cultura. Es al revés. No hay que optar, hay que hacer las dos cosas al mismo tiempo. Es muy importante recordar esto pues, en la hora de la mundialización, rige buena parte de la reflexión sobre las apuestas sociopolíticas de las relaciones entre comunicación y cultura.
En otros términos, hay quizás una mundialización de las técnicas y las industrias en materia de información y comunicación, pero no hay comunicación mundializada. Asimismo, hay industrias culturales mundiales, pero no ha cultura mundial. En última instancia, nunca hay otra cosa que excepciones culturales, pero la cultura dominante puede imponer su excepción cultural a las demás. El mismo mensaje enviado a todos no es recibido de la misma manera en todas partes. Por esto, contrariamente a lo que temía la escuela de Francfort (cosa comprensible, por que sus miembros acababan de vivir la llegada de Hitler al poder), la radio y luego la televisión, pese a su condición de medios masivos, no fueron instrumentos totalitarios. Cuanto más mensajes hay, más prevalecen las condiciones culturales de la recepción.
Internet ilustra esta ambigüedad, que puede terminar produciendo un efecto de boomerang. Occidente cree, ingenuamente, que la red va a unificar al mundo, como lo vio antes la información a través de la CNN y en un sentido que es, a las claras, el suyo.
Puede que esto sea posible en lo referido a la economía pero, a medida que la red se extienda, numerosas culturales tendrán la sensación de ser expropiadas, de no poder reconocerse en ese modelo cognitivo. Lo cual puede generar angustia, o agresividad, sin duda las dos cosas. El Sur se insurgirá contra esta colonización mental en nombre de sus culturas e identidades. Presentada como la herramienta de una “comunicación mundial” en red, símbolo de la movilidad, al dejar de lado la cuestión aparentemente “superada” de las identidades culturales colectivas, Internet puede determinar, pasada la etapa de la euforia, un profundo sentimiento de expropiación de sí mismo. Internet y el conjunto de las técnicas de comunicación serían equiparados entonces con el imperialismo cultural occidental y generarían reacciones violentas de las que numerosos ejemplos salpican la historia de los últimos 30 años, en los que se exacerbaron las cuestiones de territorio así como los irredentismos culturales y religiosos.
Occidente, origen de esta lógica de la comunicación mundializada, no puede contraponer la “modernidad” de su postura a costado “arcaico” de las reacciones culturales e identitarias del Sur, pues es la única parte del mundo en la que existe una suerte de relación complementaria entre modernidad e identidad. Y, en 50 años, la rueda giró. Las otras culturas perdieron sus complejos respecto de Occidente y hoy anhelan acceder la “revolución” mundial de las técnicas de comunicación, aunque conservando sus propias ideas y valores.
Arribamos así al nódulo del tema que nos ocupa: a la hora de la mundialización de las industrias comunicacionales, ¿en qué condición organizar la convivencia pacifica de las culturas? O bien se logra enlazar de manera satisfactoria comunicación, movilidad, identidad y cultura, o bien se subestima la complejidad del problema y cabrá esperar entonces nefastas consecuencias para la identidad. La modernidad, como concepto central de nuestras sociedades, sólo presenta interés si admite las aspiraciones contradictorias de los individuos. Queremos ser a la vez individualistas e iguales y pertenecer a grupos y comunidades, pero al mismo tiempo mantenernos solidarios de una sociedad, ser ciudadanos europeos pero permaneciendo ligados a nuestra identidad nacional, promover otras relaciones individuales y ser fieles a la pareja y la familia, abiertos a las culturas del mundo, apegados siempre a nuestro terruño…
La fascinación por la apertura, el exotismo, la velocidad, la movilidad, la cultura de los otros, el ocaso de las reglas coactivas así como una suerte de anarquía individual, no contradicen el lazo con las tradiciones, las historias, las instituciones. Por otra parte, adivinamos que, cuanto más se rechazan los valores sociales, culturales, tradicionales en nombre de una modernidad “racional”, más insisten estos en volver. El símbolo más clamoroso de ello es quizá la religión. Las grandes religiones son impugnadas a causa de sus dogmas, que entran en competencia con los valores de la modernidad; y al mismo tiempo la búsqueda de espiritualidad se intensifica, pergeñando nuevas prácticas religiosas. Más fuerte que hace 50 años, el sentimiento religioso rechaza en este momento los lazos con los dogmas y la teología.
Nuestra identidad cultural y social es hoy plural y contradictoria. Y cuanto más caen los tabúes, las prohibiciones, más cambian las conductas y más se instala la perturbación. No es que las tradiciones vuelvan realmente, sino que la nostalgia de estos valores irriga una modernidad que se busca a sí misma, con mayor razón por haber triunfado y no tener ya adversarios. ¿Quién no es moderno, hoy?

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